"Hemos de renunciar al espíritu de seriedad. El espíritu de seriedad tiene como doble característica, considerar los valores como datos trascendentes, independientes de la subjetividad humana, y transferir el carácter de "deseable" de la estructura ontológica de las cosas a su simple constitución material.
Para el espíritu de seriedad, el pan, por ejemplo, es deseable porque es necesario vivir (valor escrito en el ciclo inteligible) y porque es alimenticio. El resultado de este espíritu que, como es sabido, reina sobre el mundo, consiste en hacer que la idiosincrasia empírica de las cosas beba, como un papel secante, sus valores simbólicos; hace destacar la opacidad del objeto deseado y lo afirma en sí mismo como si fuera lo deseable de forma irreductible. Así, estamos ya en el plano de la moral, pero al mismo tiempo, en el de la mala fe, pues es una moral que se averguenza de sí misma y no osa decir su nombre: ha oscurecido todos sus objetivos para librarse de la angustia. El hombre busca el ser a ciegas, ocultándose el libre proyecto que es esa búsqueda; se hace a sí mismo ser tal que venga a ser esperado por tareas situadas en su camino. Los objetos son exigencias mudas, y él no es en sí nada más que la obediencia pasiva a esas exigencias"
Si adoptamos el punto de vista serio, del revolucionario o de su hermano opuesto, el acumulador, nos materializamos como fichas de un tablero y transcurrimos en pos de cosas materiales intrascendentes, al contrario de lo que se suele suponer, la seriedad desubjetiviza es decir, deshumaniza, pues nos hace perder de vista que la vida es un juego, que las cosas son fichas, y que se juega a alcanzar un proyecto de ser que define al mundo tal como lo vivimos y tal como se nos aparece en función de ese proyecto que aun no es, pero que a su vez es la causa de lo que ha sido, es un juego en el que se elije permanentemente modos de ser y modos de apropiarse del mundo para alcanzar ese ser ideal que continuamente e irremediablemente se nos escapa, jugar es humanizarse, sin embargo vivimos en un mundo serio, el hombre al servicio de cosas con valores inamovibles inscriptos en ellas, llamémosla dinero, dios, placeres, mujer, esa mujer, ese puesto, esa cantidad de esclavos hombres, gobernar un país lejano, esa regla, esa ley, ese gurú, esa clase, ese grupo, esa salud, ese cuerpo, esa habilidad, no es que las cosas no sean repulsivas o atrayentes en sí, sino que lo son a la luz de mi proyecto de ser y en su cualidad de repulsión o atractivo y no en su opacidad de cosa en sí misma con su valor inscripto como una etiqueta irreductible. Lo único irreductible en esta búsqueda de ser en sí ideal causa de sí, nuestro fin, esa aventura única, irrepetible y personal, es nuestra inelegible libertad, y si la libertad es tal que es necesaria, la vida no puede representarse de otra manera que como hacen originariamente los niños, como un juego, las vidas que se someten a cosas inamovibles son vidas deshumanizadas, así son las vidas del revolucionario, del fanático, del supremacista, del déspota, del esclavista o la del acumulador empedernido. Jugar es humanizarse
Para el espíritu de seriedad, el pan, por ejemplo, es deseable porque es necesario vivir (valor escrito en el ciclo inteligible) y porque es alimenticio. El resultado de este espíritu que, como es sabido, reina sobre el mundo, consiste en hacer que la idiosincrasia empírica de las cosas beba, como un papel secante, sus valores simbólicos; hace destacar la opacidad del objeto deseado y lo afirma en sí mismo como si fuera lo deseable de forma irreductible. Así, estamos ya en el plano de la moral, pero al mismo tiempo, en el de la mala fe, pues es una moral que se averguenza de sí misma y no osa decir su nombre: ha oscurecido todos sus objetivos para librarse de la angustia. El hombre busca el ser a ciegas, ocultándose el libre proyecto que es esa búsqueda; se hace a sí mismo ser tal que venga a ser esperado por tareas situadas en su camino. Los objetos son exigencias mudas, y él no es en sí nada más que la obediencia pasiva a esas exigencias"
Si adoptamos el punto de vista serio, del revolucionario o de su hermano opuesto, el acumulador, nos materializamos como fichas de un tablero y transcurrimos en pos de cosas materiales intrascendentes, al contrario de lo que se suele suponer, la seriedad desubjetiviza es decir, deshumaniza, pues nos hace perder de vista que la vida es un juego, que las cosas son fichas, y que se juega a alcanzar un proyecto de ser que define al mundo tal como lo vivimos y tal como se nos aparece en función de ese proyecto que aun no es, pero que a su vez es la causa de lo que ha sido, es un juego en el que se elije permanentemente modos de ser y modos de apropiarse del mundo para alcanzar ese ser ideal que continuamente e irremediablemente se nos escapa, jugar es humanizarse, sin embargo vivimos en un mundo serio, el hombre al servicio de cosas con valores inamovibles inscriptos en ellas, llamémosla dinero, dios, placeres, mujer, esa mujer, ese puesto, esa cantidad de esclavos hombres, gobernar un país lejano, esa regla, esa ley, ese gurú, esa clase, ese grupo, esa salud, ese cuerpo, esa habilidad, no es que las cosas no sean repulsivas o atrayentes en sí, sino que lo son a la luz de mi proyecto de ser y en su cualidad de repulsión o atractivo y no en su opacidad de cosa en sí misma con su valor inscripto como una etiqueta irreductible. Lo único irreductible en esta búsqueda de ser en sí ideal causa de sí, nuestro fin, esa aventura única, irrepetible y personal, es nuestra inelegible libertad, y si la libertad es tal que es necesaria, la vida no puede representarse de otra manera que como hacen originariamente los niños, como un juego, las vidas que se someten a cosas inamovibles son vidas deshumanizadas, así son las vidas del revolucionario, del fanático, del supremacista, del déspota, del esclavista o la del acumulador empedernido. Jugar es humanizarse
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