Criatura patriarcal

Transcribo unas líneas del texto de La conquista de América, el problema del otro, de Todorov Szvetan. Aunque el autor considera que el americano contemporáneo es un mestizo superado de los errores y horrores de su ancestro colonizador, lo cierto es que el homo colonizador, esclavista y evangelizador sigue vivo y predominante, los tontos tienen su supremacía garantizada y para siempre y solo su sinsentido nos libra de un despotismo absoluto y estas líneas se actualizan con sucesos como los ocurridos con la comunidad mapuche, con la comunidad coya, con los judíos en Venezuela, con las mujeres en todas partes, con los grupos minoritarios frente a la hegemonía garantizada de los tontos, educados específicamente para ser tontos, es decir, sumisos alienados, infantes perversos, mentes aniñadas, especie de niños genocidas, en breve, la esquizofrenia disciplinaria desembocando en un romántico don quijote, en una sádica Juliette, en una Justine mojigata, las tres personalidades de una única y misma criatura patriarcal

<<Una mujer maya murió devorada por los perros. Su historia, reducida a unas cuantas líneas, concentra una de las versiones extremas de la relación con el otro. Ya su marido, de quién es el "Otro interior", no le deja ninguna posibilidad de afirmarse en cuanto sujeto libre: el marido, que teme morir en la guerra, quiere conjurar el peligro privando a la mujer de su voluntad; la guerra no será sólo una historia de hombres:aun muerto él, su mujer debe seguir perteneciéndole. Cuando llega el conquistador español, esa mujer ya no es más que el lugar donde se enfrentan los deseos y las voluntades de dos hombres. Matar a los hombres, violar a las mujeres; éstas son al mismo tiempo pruebas de que un hombre detenta el poder, y sus recompensas. La mujer elige obedecer a su marido y a las reglas de su propia sociedad: pone todo lo que le queda de voluntad personal en inhibir la violencia de la que ha sido objeto. Pero, justamente, la exterioridad cultural determina el desenlace de este pequeño drama; no es violada, como hubiera podido serlo una española en tiempos de guerra, sino que la echan a los perros, porque es al mismo tiempo india y mujer que niega su consentimiento. Jamás ha sido más trágico el destino del otro.
Escribo este libro para tratar de lograr que no se olvide este relato, ni mil otros semejantes. Creo en la necesidad de "buscar la verdad" y en la obligación de hacerla conocer;sé que la función de información existe, y que el efecto de la información puede ser poderoso. Lo que deseo no es que las mujeres mayas hagan devorar por los perros a los europeos con que se encuentran (suposición absurda, naturalmente), sino que se recuerde qué es lo que podría producirse si no se logra descubrir al otro.
Porque el otro está por descubrir. El asunto es digno de asombro, pues el hombre nunca está solo, y no sería lo que es sin su dimensión social. Y sin embargo así es: para el niño que acaba de nacer su mundo "es" el mundo, y el crecimiento es un aprendizaje de la exterioridad y de la socialidad;se podría decir un poco a la ligera que la vida humnana está encerrada entre esos dos extremos, aquel en que el yo invade al mundo, y aquel en que el mundo acaba por absorver al yo, en forma de cadáver o de cenizas. Y como el descubrimiento del otro tiene varios grados, desde el otro como objeto, confundido con el mundo que lo rodea, hasta el otro como sujeto, igual al "yo", pero diferente de él, con un infinito número de matices intermedios, bien podemos pasarnos la vida sin terminar nunca el descubrimiento pleno del otro (suponiendo que se pueda dar). Cada uno de nosotros debe volverlo a iniciar a su vez;las experiencias anteriores no nos dispensan de ello, pero pueden enseñarnos cuáles son los efectos del desconocimiento>> (de La conquista de América, el problema del Otro, de Todorov Szvetan)

'Las Casas insiste en la total falta de "duplicidad"  entre los indios, a lo cual opone la actitud de los españoles: "La fe ni verdad [...] nunca en las Indias con los indios por los españoles se ha guardado" (Relación, "Perú"), de tal manera que, según afirma, "mentiroso" y "cristiano" se han convertido en sinónimos: "Preguntando españoles a indios (y no una vez acaeció, sino más), si eran cristianos, respondió el indio:'Sí señor, yo ya soy poquito cristiano, dijo él, porque ya saber yo un poquito mentir; otro día saber yo mucho mentir y seré yo mucho cristiano'" (Historia, San Bartolomé de Las Casas)
(de La conquista de América, el problema del Otro, de Todorov Szvetan)

<<Cuneo, miembro de la segunda expedición, dejó uno de los pocos relatos que describen detalladamente la forma en que se desarrollaba la trata de esclavos en sus comienzos; relato que no permite hacerse ilusiones sobre la manera en que se percibía a los indios. “Cuando nuestras carabelas [. . .) tuvieron que partir a España, reunimos mil seiscientos hombres y mujeres de esos indios, y el 17 de febrero de 1495 embarcamos quinientos cincuenta de los mejores hombres y mujeres en nuestras carabelas. Para los demás, hicimos pregonar que quien quisiera podría tomar cuantos necesitase; y así fue. Cuando todos hubieron tomado los que querían, todavía quedaban unos cuatrocientos, a quienes dimos permiso de ir donde quisieran. Había entre ellos muchas mujeres con niños de pecho; temiendo que volviesen por ellas y como querían huir de nosotros, dejaban a los niños dondequiera en el suelo y huían como personas desesperadas; algunas fueron tan lejos que a los seis o siete días estaban más allá de las montañas y allende inmensos ríos, de tal manera que a partir de ahora solo podremos cautivarlos con grandes trabajos.’' Así es el comienzo de la operación; veamos ahora su desenlace: “Pero cuando llegamos a aguas españolas, murieron unos doscientos de esos indios, creo yo que por el aire desusado, más no que el de ellos. Los echamos al mar. [. . .] Hicimos desembarcar a todos los esclavos, de los cuales la mitad estaban enfermos.”
Aun en los casos en que no se trata de esclavitud, el comportamiento de Colón implica que no reconoce que los indios tienen derecho a una voluntad propia, que los juzga, en suma, como objetos vivientes. Así es como, en su impulso de naturalista, siempre quiere llevarse a España especímenes de todos los géneros: árboles, aves, animales e indios; la idea de preguntarles cuál es su opinión le es totalmente ajena. “Deseaba, dice, tomar media docena de indios para llevar consigo, y dice que no pudo tomarlos, porque se fueron todos de los navíos antes que anocheciese; pero martes, luego. 8 de agosto, vino una canoa con 12 hombres a la carabela, y tomáronlos todos y trajéronlos a la nao del Almirante, y dellos escogió seis y los otros seis envió a tierra” (Las Casas. Historia, I, 134). La cifra está fijada de antemano: media docena; los individuos no cuentan, pero son contados. En otra ocasión quiere mujeres (no por lubricidad, sino por tener una muestra de todo). “Envié a una casa que es de la parte del río del Poniente, y trujeron siete cabezas de mujeres entre chicas e grandes y tres niños” (Diario, 12.11.1492). Si uno es indio, y por añadidura mujer, inmediatamente queda colocado en el mismo nivel que el ganado.
Las mujeres: si bien Colón sólo se interesa por ellas en calidad de naturalista, no hay que olvidar que ese no es el caso de los demás miembros de la expedición. Leamos este relato que hace el mismo Michele de Cuneo, hidalgo de Savona, de un episodio ocurrido en el transcurso del segundo viaje —una historia entre mil, pero que tiene la ventaja de que es contada por su protagonista. “Mientras estaba en la barca, hice cautiva a una hermosísima mujer caribe, que el susodicho Almirante me regaló, y después que la hube llevado a mi camarote, y estando ella desnuda según es su costumbre, sentí deseos de holgar con ella. Quise cumplir mi deseo pero ella no lo consintió y me dió tal trato con sus uñas que hubiera preferido no haber empezado nunca. Pero al ver esto (y para contártelo todo hasta el final), tomé una cuerda y le di de azotes, después de los cuales echó grandes gritos, tales que no hubieras podido creer tus oídos. Finalmente llegamos a estar tan de acuerdo que puedo decirte que parecía haber sido criada en una escuda de putas.”
Este relato es revelador en más de un aspecto. El europeo encuentra que las mujeres indias son hermosas; evidentemente no se le ocurre pedirles su consentimiento antes de “cumplir sus deseos”. Más bien hace la solicitud al Almirante, que es hombre y europeo como él, y que parece dar mujeres a sus compatriotas con la misma facilidad con que distribuía cascabeles a los jefes indígenas. Claro que Michele de Cuneo escribe a otro hombre, y administra con maestría el placer de la lectura para su destinatario, puesto que de todos modos se trata, a su manera de ver, de una historia de puro placer. Primero se atribuye el ridículo papel del macho humillado, pero eso sólo es para aumentar la satisfacción cíe su lector al ver luego que el orden se restablece y el hombre blanco triunfa. Última ojeada cómplice: nuestro hidalgo omite la descripción del “cumplimiento", y deja que se deduzca por sus efectos, que aparentemente van más allá de sus esperanzas, y que permiten además, en una impresionante síntesis, identificar a la india con una puta: impresionante, porque aquella que rechazaba violentamente los avances sexuales se ve equiparada con aquella que hace su profesión de dichos avances. Pero no es ésa la verdadera naturaleza de toda mujer, que puede ser revelada tan sólo con azotarla lo suficiente? El rechazo sólo podía ser hipócrita; si rascamos un poquito la superficie de la melindrosa, descubrimos a la puta. Las mujeres indias son mujeres, o indios, al cuadrado: con eso se vuelven objeto de una doble violación.
¿Cómo es que Colón puede estar asociado a esos dos mitos aparentemente contradictorios, aquel en que el otro es un “buen salvaje'' (cuando se le ve de lejos) y aquel en que es un “pobre perro”, esclavo en potencia? Y es que los dos descansan en una base común, que es el desconocimiento de los indios, y la negación a admitirlos como mi sujeto que tiene los mismos derechos que uno mismo, pero diferente. Colón ha descubierto América, pero no a los americanos.
Toda la historia del descubrimiento de América, primer episodio de la conquista, lleva la marca de esta ambigüedad: la alteridad humana se revela y se niega a la vez. El año de 1492 simboliza ya, en la historia de España, este doble movimiento: en ese mismo año el país repudia a su Otro interior al triunfar de los moros en la última batalla de Granada y al forzar a ios judíos a dejar su territorio, y descubre a] Otro exterior, toda esta América que habrá de volverse latina y vemos que Colon mismo relaciona constantemente los dos hechos.
"Este presente año de 1492 después de Vuestras Altezas haber dado fin a la guerra de los moros [. . .} y luego en aquel presente mes [J Vuestras Altezas pensaron de enviarme a mí, Cristóbal Colón, a las dichas partidas de India. (. . .] Así que, después de haber echado fuera todos los judíos de todos vuestros reinos y señoríos, en el mismo mes de enero mandaron Vuestras Altezas a mí, que con armada suficiente me fuese a las dichas partidas de India”, escribe al comienzo del diario del primer viaje. La unidad de los dos actos, en la que Colón está dispuesto a ver la intervención divina, reside en la propagación de la fe cristiana. ‘'Espero en Nuestro Señor que Vuestras Altezas se determinarán a ello [a enviar religiosos] con mucha diligencia, para tornar a la iglesia tan grandes pueblos, y los convertirán, así como han destruido aquellos que no quisieron confesar el Padre y el Hijo y el Espíritu Sancto” (6.11.1492). Pero también podemos ver las dos acciones como dirigidas en sentidos opuestos, y no complementarios: una expulsa la heterogeneidad del cuerpo de España, la otra la introduce irremediablemente en él.
A su manera. Colón mismo participa en este doble movimiento. Como ya hemos visto, no percibe al otro, Y le impone sus propios valores, pero el término que más frecuentemente emplea para referirse a sí mismo y que usan también sus Contemporáneos es: el Extranjero: y si tantos países han buscado el honor de ser su patria, es porque no tenía ninguna.>>
<<Sin entrar en detalles, y para dar sólo una idea general (aun si uno no se siente con pleno derecho a redondear las cifras), diremos que en el año de 1500 la población global debía ser de unos 400 millones, de los cuales 80 estaban en las Américas. A mediados del siglo XVI, de esos 80 millones quedan 10. O si nos limitamos a México en vísperas de la conquista, su población, es de unos 25 millones; en el año de 1600, es de un millón.
Si alguna ve2 se ha aplicado con precisión a un caso la palabra genocidio, es a éste. Me parece que es un récord, no sólo en términos relativos (una destrucción del orden de 90% y más), sino también absolutos, puesto que hablamos de una disminución de la población estimada en 70 millones de seres humanos. Ninguna de las grandes matanzas de! siglo XX puede compararse con esta hecatombe. Se entiende hasta qué punto son vanos los esfuerzos de ciertos autores para desacreditar lo que se llama la “leyenda negra", que establece la responsabilidad de España en este genocidio y empaña así su reputación. Lo negro está ahí, aunque no haya leyenda. No es que los españoles sean peores que otros colonizadores; ocurre simplemente que fueron ellos los que entonces ocuparon América, y que ningún otro colonizador tuvo la oportunidad, ni antes ni después, de hacer morir a tanta gente al mismo tiempo. Los ingleses o los franceses, en la misma época, no se portan de otra manera; sólo que su expansión no se lleva a cabo en la misma escala, y tampoco los destrozos que pueden ocasionar.


Pero se podría decir que no tiene sentido buscar responsabilidades, o siquiera hablar de genocidio en vez de catástrofe natural. Los españoles no procedieron a un exterminio directo de esos millones de indios, y no podían hacerlo. Si examinamos las formas que adopta la disminución de la población, vemos que son tres, y que la responsabilidad de los españoles en ellas es inversamente proporcional al número de víctimas que produce cada una;
1. Por homicidio directo, durante las guerras o fuera de ellas: número elevado, aunque relativamente bajo; responsabilidad directa.
2. Como consecuencia de malos tratos: número más elevado; responsabilidad (apenas) menos directa.
3. Por enfermedades, debido al “choque microbiano”; la mayor parte de la población: responsabilidad difusa e indirecta.


Volveré al primer punto, para examinar la destrucción de los indios en el plano cualitativo; veremos ahora en qué y cómo se da la responsabilidad de los españoles en la segunda y en la tercera forma de muerte.
Por "malos tratos" entiendo, sobre todo las condiciones de trabajo impuestas por los españoles. particularmente en las minas, pero no sólo allí. Los conquistadores colonizadores no tienen tiempo que perder, deben hacerse más ricos de inmediato; por consiguiente imponen un ritmo de trabajo insoportable, sin ningún cuidado de preservar la salud, y por lo tanto la vida, de sus obreros; la esperanza media de vida de un minero de la época es de veinticinco años. Fuera de las minas, los impuestos son tan desmedidos que llevan al mismo resultado. Los primeros colonizadores no prestan atención a esto, pues las conquistas se suceden con tal rapidez que la muerte de toda una población no los inquieta sobremanera; siempre se puede traer otra, a partir de las tierras recién conquistadas, Mocolinía observa que "los tributos exigidos a los indios eran tan grandes que muchos pueblos no los pudiendo cumplir vendían, mercaderes que solía había entre ellos, los hijos de los pobres y las tierras, y como los tributos eran ordinarios, y no bastase para ellos vender lo que tenían, algunos pueblos casi del todo se despoblaron, y otros se iban despoblando”, así, la reducción a la esclavitud ocasiona, tanto directa como indirectamente disminuciones masivas de la población, el primer obispo de México, fray Juan de Zumarraga, describe las actividades de Nuño de Guzmán, conquistador y tirano: “Después que Nuño de Guzmán vino por gobernador de Panuco, han salido del puerto de aquella provincia con su licencia y mandado, .,. [. . . j veinte e un navíos cargados de esclavos, en que ha sacado nuevo o diez mil indios y más. |. . .j los que quedan se van a los montes, de temor no los lleven a ellos".
Al lado del aumento de la mortandad, las nuevas condiciones de vida provocan también una disminución de la natalidad: ''Ninguno [tiene] participación con su mujer, por no hacer generación, que a sus ojos hagan esclavos", escribe el mismo Zumárraga al rey; y Las Casas explica: “Por manera que no se juntaba el marido con la mujer, ni se veían en ocho ni en diez meses, ni en un año; y cuando al cabo deste tiempo se venían a juntar, venían de las hambres y trabajos tan cansados y tan deshechos, tan molidos y sin fuerzas, y ellas, que no estaban acá menos, que poco cuidado había de comunicarse maridalmente; desta manera cesó en ellos la generación. Las criaturas nacidas, chiquitas perescían, porque las madres, con el trabajo y el hambre, no tenían leche en las tetas, por cuya causa murieron en la isla de Cuba, estando yo presente ,7000 niños en obra de tres meses: algunas madres ahogaban de desesperadas las criaturas, otras, sintiéndose preñadas, tomaban hierbas para malparir, con que las echaban muertas” (Historia, II, 13), Las Casas también cuenta (Historia, III, 79), que su conversión a la causa de los indios fue desencadenada por la lectura de estas palabras del Eclesiástico (cap. 34): “Es la vida de los pobres el pan de los miserables; y es un hombre sanguinario cualquiera que se lo quita”. Se trata efectivamente, en todos estos casos, de un asesinato económico, cuya entera responsabilidad recae en los colonizadores.
Las cosas son menos claras para las enfermedades. Las epidemias diezmaban las ciudades europeas de la época, igual como lo hicieron, aunque en otra escala, en América: no sólo los españoles no inocularon tal o cual microbio a los indios a sabiendas de que lo hacían, sino que aunque hubieran querido luchar contra las epidemias (como era el caso de algunos religiosos), no habrían podido hacerlo con bastante eficacia. Sin embargo, hoy ha quedado establecido que la población mexicana declinaba incluso independientemente de las grandes epidemias, a consecuencia de la mala alimentación, de otras enfermedades corrientes o de la destrucción del tejido social tradicional. Por otra parte, tampoco se puede considerar esas epidemias como un fenómeno puramente natural. El mestizo Juan Bautista Pomar, en su Relación de Texcoco, terminada hacia 1582, reflexiona sobre las causas de la despoblación que, según sus cálculos (que por lo demás son bastante acertados), significa una reducción del orden de diez a uno; ciertamente fueron las enfermedades, pero los indios eran especialmente vulnerables a las enfermedades porque estaban agotados por el trabajo y ya no tenían amor a la vida; la culpa es de “la congoja y fatiga de su espíritu, que nace de verse quitar la libertad que Dios les dio, [ . .] porque realmente los tratan [los españoles] muy peor que si fueran esclavos’’
Sea o no admisible esta explicación en el plano médico, hay una cosa segura, y que es más importante para el análisis de las representaciones ideológicas que trato de hacer aquí. Los conquistadores sí ven las epidemias como una de sus armas: no conocen tos secretos de la guerra bacteriológica, pero, si pudieran hacerlo, no dejarían de utilizar las enfermedades con plena conciencia de ello; también es lícito imaginar que las más de las veces no hicieron nada para impedir la propagación de las epidemias. El que los indios mueran como moscas es prueba de que Dios está del lado de los que conquistan. Quizás los españoles prejuzgaban un poco respecto a la benevolencia divina frente a ellos; pero, en su concepción, el asunto era indiscutible.
Motolinía, miembro del primer grupo de franciscanos que desembarca en México en 1523, comienza su Historia con una enumeración de las diez plagas enviadas por Dios como castigo a esta tierra; su descripción ocupa el primer capítulo del primer libro de la obra. La referencia es clara: México, como el Egipto bíblico, es culpable ante el Dios verdadero, y es justamente castigado. Sigue entonces en esa lista una serie de acontecimientos cuya integración en una serie única no deja de tener interés.
'‘La primera fue de viruelas’’, enfermedad traída por un soldado de Narváez. "Como los indios no sabían el remedio para las viruelas, antes como tienen muy de costumbre, sanos y enfermos, el bañarse a menudo, y como no lo dejasen de hacer morían como chinches a montones. Murieron también mucho de hambre, porque como todos enfermaron de golpe, no se podían curar los unos a los otros, ni había quien les diese pan ni otra cosa ninguna.” Así pues, también para Motolinía la enfermedad no es la única responsable; igualmente responsables son la ignorancia, la falta de cuidados, la falta de comida. Los españoles podían, materialmente, suprimir esas otras fuentes de mortalidad, pero nada estaba más lejos de sus intenciones; ¿por qué combatir una enfermedad cuando la manda Dios para castigar a los que no creen? Once años más tarde, sigue diciendo Motolinía, empezó una nueva epidemia, de sarampión, pero se prohibieron los baños y se cuidó a los enfermos; hubo muertos, pero muchos menos que la primera vez.
"La segunda plaga fue los muchos que murieron en la conquista de la Nueva España, en especial sobre México.” Y así los que murieron por las armas se unen a las víctimas de la viruela.
“La tercera plaga fue una muy grande hambre luego como fue tomada la ciudad de México.” Durante la guerra no se podía sembrar, y, si lograban hacerlo, los españoles destruían las cosechas. Motolinía añade que hasta los españoles pasaban trabajos para encontrar maíz; no hace falta decir más.
“La cuarta plaga fue de los calpixques, o estancieros, y negros.” Unos y otros servían corno intermediarios entre los colonizadores y la masa de la población; eran campesinos españoles o antiguos esclavos africanos. “Y porque no querría descubrir sus defectos, callaré lo que siento con decir, que se hacen servir y temer como si fueran señores absolutos y naturales, y nunca otra cosa hacen sino demandar, y por mucho que les den nunca están contentos, que a do quiera que están todo lo enconan y corrompen, hediondos como carne dañada […] En los años primeros eran tan absolutos estos calpixques en maltratar a los indios y en cargarlos y enviarlos lejos de su tierra y darles otros muchos trabajos, que muchos indios murieron por su causa y a sus manos.”
“La quinta plaga fue los grandes tributos y servicios que los indios hacían’ Cuando los indios no tenían más oro, vendían a sus hijos; cuando no tenían más hijos, ya sólo podían ofrecer su vida: "Faltando de cumplir el tributo hartos murieron por ello, unos con tormentos y otros en prisiones crueles, porque los trataban bestialmente, y los estimaban en menos que a bestias." ¿Es eso también un enriquecimiento para los españoles?
"La sexta plaga fue las minas del oro." "‘Los esclavos indios que hasta hoy en ellas han muerto no se podrían contar.’’
"La séptima plaga fue la edificación de la gran ciudad de México.” “Y en las obras a unos tomaban las vigas, otros caían de alto, a otros tomaban debajo los edificios que deshacían en una parte para hacer en otra, en especial cuando deshicieron los templos principales del demonio. Allí murieron muchos indios." ¿Cómo no ver una intervención divina en la muerte traída por las piedras del Templo Mayor? Motolinía añade que, para ese trabajo, no sólo no se recompensaba a los indios, sino que pagaban los materiales de su bolsillo, o debían traerlos consigo, y que, por otra parte, no les daban de comer. Y como no podían destruir templos y arar el campo al mismo tiempo, iban al trabajo con hambre; lo cual provocaba, quizás, cierto aumento de los “accidentes de trabajo”.
"La octava plaga fue los esclavos que hicieron para echar en las minas.” Primero tomaban a los que ya eran esclavos entre los aztecas; luego, a los que habían dado muestras de insubordinación; por último a todos los que podían atrapar. Durante los primeros años después de la conquista, el comercio de esclavos florece, y los esclavos cambian de amo con frecuencia. “Dábanles por aquellos rostros tantos letreros, demás del principal hierro del rey. tanto que toda la cara traían escrita, porque de cuantos era comprado y vendido llevaba letreros.” También Vasco de Quiroga, en una carta al Consejo de Indias, deja una descripción de esos rostros transformados en libros ilegibles, como los cuerpos de los torturados en La colonia penitenciaria de Kafka: "Los hierran en las caras por tales esclavos, y se las aran y escriben con los letreros do los nombres de cuantos los van comprando, unos de otros, de mano en mano», y algunos hay que tienen tres y cuatro letreros, [. . . ] de manera que la cara del hombre que fue criado a imagen de Dios, se ha tornado en esta tierra, por nuestros pecados, papel.’’
"'La novena plaga fue el servicio de las minas, a las cuales iban de sesenta leguas y más a llevar mantenimientos los indios cargados; y la comida que para sí mismos llevaban, a unos se les acababa en llegando a las minas, a otros en el camino de vuelta antes de su casa, a otros detenían los mineros algunos días para que les ayudasen a descopetar, o los ocupaban en hacer casas y servirse de ellos, adonde acabada la comida, o se morían allá en las minas, o por el camino; porque dineros no los tenían para comprarla, ni había quien se la diese. Otros volvían tales, que luego morían; y de éstos y de los esclavos que murieron en las minas fue tanto el hedor, que causó pestilencia, en especial en las minas de Oaxyecac, en las cuales media legua a la redonda y mucha parte del camino, apenas se podía pasar sino sobre hombres muertos o sobre huesos: y eran tantas las aves y cuervos que venían a comer sobre los cuerpos muertos, que hacían gran sombra al sol, por lo cual se despoblaron muchos pueblos, así del camino como de la comarca."
“La décima plaga fue las divisiones y bandos que hubo entre los españoles que estaban en México.” Uno podría preguntarse en qué vulnera eso a los indios; es sencillo: como los españoles se pelean, los indios imaginan que pueden aprovechar eso para deshacerse de ellos: cierto o no, los españoles encuentran que es un buen pretexto para ejecutar a muchos indios más, como Cuauhtémoc, que entonces era prisionero.
Motolinía partió de la imagen bíblica de las diez plagas, hechos sobrenaturales enviados por Dios para castigar a los egipcios. Pero su relato se va transformando en una descripción realista y acusadora de la vida en México en los primeros años después de la conquista: los claramente responsables de esas "plagas’’ son los hombres, y en realidad Motolinía no los aprueba. O más bien, al tiempo que condena la explotación, la crueldad, los malos tratos, considera la existencia misma de esas "plagas" como una expresión de la voluntad divina, y un castigo de los infieles (sin que eso implique que aprueba a los españoles, causa inmediata de las desgracias). Los responsables directos de cada uno de esos desastres (antes de que se conviertan en "plagas”, en cierta forma) son conocidos por todos: son los españoles.
Pasemos ahora al aspecto cualitativo de la destrucción de los indios
(aunque este término de "cualitativo” se anude aquí fuera de lugar). Entiendo por ello el carácter especialmente impresionante, y quizás moderno, que adopta esa destrucción.
Las Casas había dedicado su Brevísima relación a evocar sistemáticamente todos los horrores causados por los españoles. Pero la Relación generaliza sin citar nombres propios ni circunstancias individuales; por eso fue posible decir que había una gran exageración, o incluso cierta invención, nacida de la mente quizás enfermiza, o incluso perversa, del dominico. Es evidente que Las Casas no presenció todo lo que refiere. Por lo tanto, he decidido citar sólo algunos relatos de testigos presenciales; pueden dar una impresión de monotonía, pero así debía ser también la realidad que evocan.
El más antiguo es el informe dirigido en 1516 por un grupo de dominicos a M. de Chiévres, ministro de Carlos I (futuro Carlos V); se refiere a hechos que tuvieron lugar en las islas del Caribe.
Sobre la forma en que se trataba a los niños: “Yendo ciertos cristianos, vieron una india que tenía un niño en los brazos, que criaba, e porque un perro quellos llevaban consigo había hambre, tomaron al niño vivo de los brazos de la madre, echáronlo al perro, e así lo despedazó en presencia de su madre.” “Cuando llevaban de aquellas gentes captivas algunas mujeres paridas, por solo que lloraban los niños, los tomaban por las piernas e los aporreaban en las peñas o los arrojaban en los montes, porque allí se muriesen.”
Sobre las relaciones con los obreros de las minas: “Cada minero se tenía por uso de echarse indiferentemente con cada cual de las indias que a su cargo tenían y le placía, ahora fuese casada, ahora fuese moza; quedándose él con ella en su choza o rancho, enviaba al triste de su marido a sacar oro a las minas, y en la noche, cuando volvía con el oro, dándole palos o azotes, porque no traía mucho, acaescía muchas veces atarle pies y manos como a perro, y echarlo debajo de la cama y él encima con su mujer.”
Sobre la forma en que se trataba a la mano de obra; “Acaescía todas las veces con los indios que traían de sus tierras morírseles tantos en el camino de hambre, que pensamos que por el rastro dellos que quedaba por la mar, pudiera venir otro navío hasta tal puerto.[…] Llegados a un puerto desta isla, el cual llaman puerto de Plata, más de ochocientos en una carabela, estuvieron en el puerto dos días sin desembarcarse; metieron dellos seiscientos, y echábanlos en la mar y arrollábalos el agua a la orilla como maderos.”
Y ahora un relato de Las Casas, que no figura en la Relación, sino en su Historia de las Indias, y que refiere un hecho del que no sólo
fue testigo, sino participante: la matanza de Caonao, en Cuba, perpetrada por la tropa de Narvaez, a la que está adscrito en calidad de capellán. El episodio empieza con una circunstancia fortuita: “El día que los españoles llegaron al pueblo, en la mañana paráronse a almorzar en un arroyo seco, aunque algunos charquillos tenía de agua, el cual estaba lleno de piedras amoladeras, y antojóseles a todos de afilar en ellas sus espadas’'.
Al llegar a la aldea después de ese almuerzo campestre, a los españoles se les ocurre una nueva idea; comprobar si las espadas están tan afiladas como parece. “Súbitamente sacó un español su espada, en quien se creyó que se le revistió el diablo, y luego todos ciento sus espadas, y comienzan a desbarrigar y acuchillar y matar de aquellas ovejas y corderos, hombres y mujeres, niños y viejos, que estaban sentados, descuidados, mirando las yeguas y los españoles, pasmados, y dentro de dos credos no queda hombre vivo de todos cuantos allí estaban. Entran en la gran casa, que junto estaba, porque a la puerta della esto pasaba, y comienzan lo mismo a matar a cuchilladas y estocadas cuantos allí hallaron, que iba el arroyo de la sangre como si hubieran muerto muchas vacas”.
Las Casas no encuentra ninguna explicación para estos hechos, a no ser el deseo de comprobar que las espadas estaban bien afiladas. “Ver las heridas que muchos tenían de los muertos, y otros que aún no habían expirado, fue una cosa de grima y espanto, que como el diablo, que los guiaba, les deparó aquellas piedras de amolar, en que afilaron las espadas aquel día de mañana en el arroyo donde almorzaron, dondequiera que daban el golpe, en aquellos cuerpos desnudos, en cueros y delicados, abrían por medio todo el hombre de una cuchillada.”
Veamos ahora un relato que se refiere a la expedición de Vasco Núñez de Balboa, transcrito por alguien que ha oído a muchos conquistadores contando sus aventuras: “Que como en los mataderos descuartizan las carnes de bueyes o carneros, así los nuestros de un solo tajo le cortaban a uno las nalgas, al otro el muslo, o los brazos al de más allá: como animales brutos perecieron [. . .]. Mandó el capitán español entregarlos en número de cuarenta a la voracidad de los perros” (Pedro Mártir, III, 1).
El tiempo pasa, pero las costumbres permanecen: es lo que se desprende de la carta que le escribe fray Jerónimo de San Miguel al rey, el 20 de agosto de 1550: “A unos [indios] los han quemado vivos, a otros los han con muy grande crueldad cortado manos, narices, lenguas y otros miembros, aperreado indios y destetado mujeres. . .”
Y ahora un relato de Diego de Landa, obispo de Yucatán, que no está especialmente a favor de los indios: “Y dice este Diego de Landa que él vio un gran árbol cerca del pueblo en el cual un capitán ahorcó muchas mujeres indias en sus ramas y de los pies de ellas a los niños, sus hijos. [. . .] Hicieron [en los indios] crueldades inauditas [pues les] cortaron narices, brazos y piernas, y a las mujeres los pechos y las echaban en lagunas hondas con calabazas atadas a los pies; daban estocadas a los niños porque no andaban tanto como las madres, y si los llevaban en colleras y enfermaban, o no andaban tanto como los otros, cortábanles las cabezas por no pararse a soltarlos”.
Y para terminar esta macabra enumeración, un detalle referido por Alonso de Zorita, hacia 1570: “Oidor ha habido que públicamente en estrados dijo a voces, que cuando faltase agua para regar las heredades de los españoles se habían de regar con sangre de indios”.
¿Cuáles son las motivaciones inmediatas que llevan a los españoles a adoptar esta actitud? Una es, indiscutiblemente, el deseo de hacerse rico, muy rico, y con rapidez, lo cual implica que se descuide el bienestar, o incluso la vida del otro: se tortura para arrancar el secreto del escondite de los tesoros; se explota para obtener beneficios. Los autores de la época ya aducían esta razón como explicación principal de lo que había ocurrido: así por ejemplo. Motolinía: “Si alguno preguntase qué ha sido la causa de tantos males, yo diría que la codicia, |. . .] por poner en el cofre unas barras de oro para no sé quién”, y Las Casas: “No digo que [los españoles] los desean matar de direto, por odio que les tengan, sino que desean ser ricos y abundar en oro, que es su fin, con trabajos y sudor de los afligidos y angustiados indios” (“Entre los remedios”. 7).
¿Y por qué ese deseo de hacerse rico? Porque, como todo el mundo sabe, el dinero lo consigue todo: “Porque por el dinero alcanzan los hombres todo cuanto temporal han menester y desean, como es honra, nobleza, estado, familia, fausto, preciosidad de vestidos, delicadez de manjares, delectación de vicios, venganza de sus enemigos, estimación grande de sus personas” (ibid.).
El deseo de hacerse rico ciertamente no es nuevo, y la pasión del oro no tiene nada de específicamente moderno. Pero lo que sí es más bien moderno es esa subordinación de todos los demás valores a éste. El conquistador no ha dejado de aspirar a los valores aristocráticos, a los títulos de nobleza, a los honores y a la consideración; pero para él se ha vuelto perfectamente claro que todo se puede obtener con dinero, y que éste no sólo es el equivalente universal de todos los valores materiales, sino que también significa la posibilidad de adquirir todos los valores espirituales. Tanto en el México de Moctezuma como en la España anterior a la Conquista, es conveniente ser rico: pero uno no puede comprarse una posición, o por lo menos no puede hacerlo directamente. Esta homogeneización de los valores por el dinero es un hecho nuevo, y anuncia la mentalidad moderna, igualitarista y economicista.
De todos modos, el deseo de hacerse rico no lo explica todo, ni mucho menos, y si es eterno, las formas que adopta la destrucción de los indios, y también sus dimensiones, son inéditas, incluso excepcionales. La explicación económica resulta a todas luces insuficiente. No se puede justificar la matanza de Caonao con una codicia cualquiera, ni las madres ahorcadas en los árboles, ni los niños colgados de los pies de las madres; ni las torturas en las que se arrancan con tenazas las carnes de las víctimas, pedazo a pedazo; los esclavos no trabajan mejor si el amo se acuesta con su mujer, encima de su cabeza. Todo ocurre como si los españoles encontraran un placer intrínseco en la crueldad, en el hecho de ejercer su poder sobre el otro, en la demostración de su capacidad de dar la muerte.
Una vez más, podríamos invocar algunos rasgos inmutables de la “naturaleza humana", que el vocabulario psicoanalítico designa con términos tales como “agresividad”, “pulsión de muerte", o incluso “pulsión de dominio; también podríamos, por lo que se refiere a la crueldad, recordar diferentes características de otras culturas, incluso de la sociedad azteca en particular, sociedad que tiene la reputación de ser "cruel” y de no conceder gran importancia a la cantidad de las víctimas (¡o más bien de hacer víctimas, pero para su propia gloria!): según Duran, el rey Ahuízotl sacrificó en México a 80400 personas, sólo para la inauguración del nuevo templo. También cabría sostener que cada pueblo, desde los orígenes hasta nuestros días, tiene sus víctimas y conoce la locura homicida, y preguntarse si no es ésa una característica de las sociedades de dominio masculino (puesto que son las únicas que conocemos).
Pero sería un error borrar así todas las diferencias y limitarse a términos más afectivos que descriptivos, tales como “crueldad”. Con los homicidios ocurre algo parecido a lo que ocurre con el ascenso a los volcanes: uno llega cada vez hasta la cumbre y regresa de ella; pero no trae lo mismo cada vez. De la misma forma en que fue necesario oponer la sociedad que valora lo ritual a la que valora la improvisación (azteca versus española), o bien oponer el código al contexto(azteca versus española), cabría hablar aquí de sociedades con sacrificio y sociedades con matanza, cuyos representantes serían, respectivamente, los aztecas y los españoles del siglo xvi.
Dentro de esta visión, el sacrificio es un homicidio religioso: se hace en nombre de la ideología oficial, y será perpetrado en la plaza pública, a ciencia y paciencia de todos, la identidad del sacrificado se determina siguiendo reglas estrictas. No debe ser demasiado extranjero, demasiado lejano: hemos visto que en opinión de los aztecas, la carne de las tribus lejanas no era comestible para sus dioses; pero el sacrificado tampoco debe pertenecer a la misma sociedad: no se sacrifica a un conciudadano. Los sacrificados provienen de países limítrofes, que hablan el mismo idioma pero tienen un gobierno autónomo. Además, una vez que han sido capturados los dejan algún tiempo en la cárcel, con lo que los asimilan parcialmente — pero nunca por completo. El sacrificado, ni semejante ni totalmente diferente, cuenta también por sus cualidades personales: el sacrificio de un valeroso guerrero se aprecia más que el de un hombre cualquiera. En cuanto a los inválidos de todas clases, se les declara de entrada impropios para el sacrificio. Éste se efectúa en público, y muestra la fuerza del tejido social, su peso en el ser individual.
La matanza, en cambio, revela la debilidad de ese mismo tejido social, la forma en que han caído en desuso los principios morales que solían asegurar la cohesión del grupo. Se realiza de preferencia lejos, ahí donde a la ley le cuesta trabajo hacerse respetar, para los españoles, en América, o en el límite en Italia. La matanza está, entonces, íntimamente relacionada con las guerras coloniales, que se libran lejos de la metrópoli. Mientras más lejanas y extrañas sean sus víctimas. mejor será: se las extermina sin remordimientos, equiparándolas más o menos con los animales. Por definición, la identidad individual de la víctima de una matanza no es pertinente (de otro modo sería un homicidio): uno no tiene ni el tiempo ni la curiosidad necesarios para saber a quién mata en ese momento. Al contrario de los sacrificios, las matanzas no se reivindican nunca, su existencia misma generalmente se guarda en secreto y se niega. Es porque su función social no se reconoce, y se tiene la impresión de que el acto encuentra su justificación en sí mismo: uno blande el sable por el gusto de hacerlo, corta la nariz, la lengua y el sexo del indio, sin que al cortador de narices se le ocurra que esté cumpliendo rito alguno.
Si el homicidio religioso es un sacrificio, la matanza es un homicidio ateo, y los españoles parecen, haber inventado (o vuelto a encontrar, pero sin tomarlo de su pasado inmediato pues las hogueras de la Inquisición están más bien emparentadas con el sacrificio) precisamente este tipo de violencia que, en cambio, se encuentra en grandes cantidades en nuestro pasado más reciente, ya sea en el plano de la violencia individual o de la que practican los estados. Es como si los conquistadores obedecieran a la regla (si es que se le puede dar ese nombre) de Iván Karamazov: “todo está permitido”. Lejos del poder central, lejos de la ley real, caen todas las interdicciones, el lazo social, que ya estaba flojo, se rompe, para revelar, no una naturaleza primitiva, la bestia dormida dentro de cada uno de nosotros, sino un ser moderno, lleno de porvenir, al que no retiene ninguna moral y que mata porque y cuando así le place. La “barbarie” de los españoles no tiene nada de atávico ni de animal; es perfectamente humana y anuncia el advenimiento de los tiempos modernos. En la Edad Media ocurre que se corte los pechos a las mujeres o los brazos a los hombres, como castigo o como venganza, pero se hace en el país de uno, o en el país de uno igual que en cualquiera otra parte. Lo que descubren los españoles es el contraste entre metrópoli y colonia; leyes morales completamente diferentes rigen la conducta aquí y allí: la matanza necesita su marco apropiado.
Pero ¿qué hacer si uno no quiere tener que escoger entre la civilización del sacrificio y la civilización ele la matanza?>>(Conquista de América, el problema del Otro, de Todorov Szvetan)

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